Ya hace una semana que ando por esta
isla antillesa. Apenas siete días para poder tener una opinión clara sobre el
lugar. A lo largo del tiempo me he dado cuenta que las primeras impresiones no
son las que cuentan. Esa primera imagen que nos formamos en la cabeza de
lugares y personas evoluciona y a veces cae incluso en el olvido. Sin embargo
cuando casi ni siquiera has aterrizado y ya tienes el neopreono puesto, la
máscara ajustada y el regulador en la boca, la cosa no puede empezar mejor.
No
es la primera vez que me voy fuera, pero si algo en común tiene muchas de mis
idas y venidas es la parada casi obligatoria en Madrid. El viernes caí en la
cuenta, casi de casualidad, que normalmente mi “primote” Arcadio es la última
persona conocida que veo antes de salir de España. Creo que no hay mejor manera
de decir hasta luego. Irme siempre con esta doble sensación de tristeza alegre
se debe a esas despedidas a base de cerveza y tapeo por la capital del reino.
Esta vez la sorpresa fue comenzar la tarde-noche en el karting de mi ídolo de
niñez Carlos Sainz. Arcadete, su compañero Alberto y Josito. A esto le sumamos
otros cinco casuales y ahí tuvimos gran premio de unos ocho minutos. El
resultado en este caso no es lo que importa. Menos mal.
El
sábado volé a París Orly. Dos horas de vuelo, una espera de tres y ya con Air
Caraïbes destino a Guadalupe. Unas nueve horas después ya estaba en este
territorio francés de ultramar. No sé si será el estar medianamente acostumbrado
gracias a mi anterior “paseo” o la comodidad de volar en primera clase, pero
las nueve horas no se me hicieron para nada largas.
A
las ocho de la tarde hora local, estaba saliendo por la puerta número dos del
aeropuerto de Pointe-à-Pitre. Siempre recordaré la primera vez que llegué al
Caribe, fue a Cancún en el 2004. Creo que aún siento en la cara la bofetada de
humedad caliente cuando salí por la puerta del avión. Sin embargo no fue así al
llegar a Guadalupe. Me salvó que aún no ha comenzado la temporada de lluvias y
por lo tanto el clima está todavía bastante seco. En el aeropuerto me recogió
Paulo, un portugués compañero en la obra. Y entre conversación y conversación,
preguntas mías y sus aclaraciones, me comentó si quería hacer una locura al día
siguiente, si quería ir a bucear. Creo que aún mi cerebro no había procesado el
mensaje y ya estaba diciendo: “¡¡¡Claro!!!”. Me parecía hasta gracioso que le
fuera a dar uso ya mismo al traje que tanto había dudado traer. Sus casi tres
kg era demasiada carga para mi maleta ya más que pasada de peso. A las ocho de
la mañana (yo llevaba despierto de las cinco, bendito jet-lag) me recogió en el
hotel y tras parada en un supemercado, donde tuve mi primer contacto con varios
de los que serán mis compañeros en el tiempo que esté por aquí, partimos camino
a la playa de Malendure. Allí se encuentra la reserva Cousteau. ¡¡Madre mía!!,
un lugar que lleva el nombre del gran explorador francés no podía defraudar. Y no lo
hizo. Ya a unas decenas de metros de la playa y con snorkel te podías tropezar
con tortugas. Pero estar en la misma reserva, alrededor de los islotes “á
Goyaves” o “de Pigeon”, bajar a casi 22 metros, y disfrutar una vez más del
coral y de toda su vida es algo que no se puede describir. Me siento
afortunado, aprender a bucear ha sido de las mejores decisiones que he tomado
en mi vida. Es una forma preciosa de hacer turismo y de valorar las maravillas
escondidas de este planeta.