sábado, 6 de abril de 2013

Cocoyer, grillos, ranitas y un gallo

Mi vecina de enfrente abre la puerta y ventanas, y casi detrás de ella sale su hija chupete en boca. Que ricura de chiquilla. Oigo el timbre de una bici una y otra vez. Otro pequeño guadalupeño no para de subir calle arriba, calle abajo. El día parece que comienza en Cocoyer. Hace buen tiempo y estoy sentado en la terraza a punto de desayunar. Me encanta.

            Cocoyer se ha convertido desde el tecer día en el centro neurálgico de mi retiro casi espiritual. El lugar donde comienzan y acaban mis días. Cocoyer no es sino un pequeño barrio, tal vez hasta la palabra barrio le venga grande, del municipio de “Le Gosier". En realidad es un grupo de casas repartidas en medio de un paraje que a mí de alguna forma me tiene embelesado. Pura naturaleza plagada de cocoteros, alguna platanera, árboles frutales, vegetación del Trópico. Estamos al suroeste de la isla “Grande Terre”. El archipiélago antillés de Guadalupe se compone de varias islas; “Grande Terre” y “Basse Terre” son las dos mayores y están unidas por un puente de apenas unas decenas de metros, haciendo del conjunto una especie de mariposa con un ala algo amorfa. Cada día cruzo al menos dos veces  ese puente. “Marie Galante”, “La Désirade”, “Les Saintes” y otras más pequeñas completan este pequeño territorio tropical. “La Désirade”, “La Deseada” en español, fue la primera isla del Caribe que pisó Colón en su segundo viaje a las Américas.  Imagino que el nombre debe estar más que justificado cuando navegas cruzando el Atlántico sin saber bien cuál es el destino y los días se eternizan. 

            En Cocoyer no hay mucho que hacer. En realidad lo hay y no lo hay. Tiene un encanto especial, un lugar del que muchos huirían. En realidad así ha sido. Por mi casa, antes que yo, han pasado ya muchos. Muchos que se han quejado de la lejanía, de la dependencia de coche, de los cortes de agua cada tres días. Comparto “barrio” con dos compas, dos madrileños que llegaron dos días después que yo y que poco a poco y a base de compartir coche para trabajar y compras en Carrefour (una necesidad que casi se ha convertido en hobby), nos hemos convertido en el “trio Calavera”. El nombre se lo debemos a Luis, o Luigi. El otro integrante es Alejandro, o Lesmes, o como yo lo he bautizado, “el Madrileño”. “El Madrileño” es el claro ejemplo de hombre de capital con lo que todo eso conlleva, básicamente mucha prisa. “Luigi” intenta adaptarse más. En cualquier caso buena gente con la que paso la mayor parte de mi tiempo y que poco a poco van entendiendo mi filosofía de vida. La filosofía de casi cualquier isleño, en la que la palabra prisa es casi una herejía. Luigi lo entendió perfectamente cuando le dije: “mira no me digas hora de estar listo, porque entre que me decido a prepararme, lo hago y termino ya me habrá pasado media hora de la que me dijiste”. En cualquier caso estando como estamos en una isla mi filosofía tiene las de ganar. 

            Ellos viven justo en la casa que hay detrás de la mía, y debajo de los caseros. Yo tengo una pequeña villa con tres habitaciones, dos baños, cocina, garaje, un salón donde cabría toda la isla y un jardín con césped donde se podría jugar la final de la Copa del Rey. Y todo para mí solo. Bueno no todo para mí solo. Tengo una pequeña araña que está alojada en la ventana de la cocina y que me la mantiene limpia de moscas y pequeños bichos; una familia de cucarachas que salen a saludarme principalmente cuando he cocinado algo; una pareja de pajaritos a los que le han concedido una hipoteca y están construyendo su nido de amor en una de las lámparas de la terraza; tres gallinas enanas y medio desplumadas que se meten en “mi propiedad” cuando les entra en gana, una manifestación de lagartijas de diferentes colores o la misma que cambia a menudo de traje; algún mosquito que viene a darme un beso de buenas noches y me deja un chupetón, a “Manu”, o como se llame, un amor de perro, que tiene su caseta en la entrada de “Luigi” y “el Madrileño” y que se alegra tanto de que vaya a saludarle cada día que me suele mear encima (¡cómo te extraño Lucas!). Pero sobre todo tengo una orquesta filarmónica compuesta de grillos y pequeñas ranas que tienen ensayo siete días a la semana y que parece que afinan mejor de noche. Sin embargo toda selva debe tener un rey. Guadalupe no tiene leones, al menos en libertad, pero tiene a “Perico el Gallo Cantor”. Un campeón emplumado que no tiene reloj y piensa que la hora de despertarse es las 4:30 de la mañana. Un auténtico chulo de la jungla con cresta prominente y pectoral desarrollado que encaramado desde un árbol parece mirarnos y reírse cuando llegamos después de trabajar. Pero quién soy yo para cambiarle sus costumbres. Al fin y al cabo es el rey y yo un simple invitado.


Posando en "mi propiedad"

El coche familiar del trío Calavera

"Mi jardín"

El camino que me conduce a mi retiro

Vistas de Cocoyer

Luigi y Lesmes

El nidito

Con mi nuevo amigo Manu (que no se ponga celoso Lucas)